Van a echarme de menos los perros y la tarde
los domingos conmigo a los que hice compañía
el olor del café y el pan recién tostado
y este mar oscuro que veló, en secreto,
las armas de mi angustia.
Que al paso se me acerca la blanca, tempranera,
con gana de jugar la jara con mis huesos
alzando del polvo de la muerte
la viola de su frío.
Si al menos confiara haber logrado
en el helado cuajar de este convite
un batallar hermoso, un buen caudal
que remarque, en los muros de mi celda
las lágrimas del paso.
Y a tal espero,
escuchando la voz de esta la blanca, que me advierte
que el reloj está dándose prisa
-minuto en vano al tac
y gota al son del tic en la clepsidra-
que va a lograr el cierre de mi llaga
transladándome a otro campo, donde me tiene dicho
habré de contemplar su cuajo de galopes
abeja en sus colmenas, hasta enfermar de palmas.
Aparte, la blanca marrullera
me viene prometiendo
que va a poner, dosel al páramo,
este menudo de líneas esparcidas,
por que sean hierba
alta, verde, serena,
que recubra, en sonora flor de luz,
la paz de mi sepulcro.