Qué no habrán bebido todas mis comadres
si dejaron este rompiente de sed contra los belfos
qué no habrán visto mis finados
mis buenas fuentes, mis carísimas tormentas,
para lloverme tan menudo por los campos
y de los robles, de las claras lilas,
de la salvaje hierba,
en el centro del páramo talludo, hacer mi casa.
Así crecí, hombre, blando, hombre
sobre todas las cosas, que se busca
hombre sobre la fuerza, hombre, y débil por principio,
amante en el dolor, buen donador de manos,
pasto de la belleza, tonto del capirote,
maltenido de todos, hombre en el barro, paria.
Y de cien vidas mejores esta escogerla,
antes el que ha de morir que el que dispara,
arrastrándome por dar en letra el testimonio
de lo que la luz nos dona en cada ocaso.
Así, en tanto que brava, sorda, inútilmente,
me tajo de la piel,
queden estos textos, inútiles discursos,
como la voz de un hombre que, rendido,
nos dona su derrota,
pilar que ya no sirve
de alguna paz futura en la que ya no creo,
y que es aquella, plena, rica, humana, única
victoria posible.
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